Por Yásnaya Aguilar
Si la escuela ha sido un bastión para el lingüicidio y la
aculturación de los pueblos indígenas, ¿la escuela podría ser el bastión de la
resistencia? De acuerdo con el artículo 27 del Convenio 169 de la Organización
Internacional del Trabajo sería posible. Este Convenio es vinculante, esto
quiere decir que los gobiernos que lo han ratificado están obligados a cumplir,
como es el caso de México. El Convenio 169, un instrumento jurídico fundamental
para el reconocimiento de la autonomía de los pueblos indígenas, garantiza que
los servicios educativos destinados a esta población deben desarrollarse en
conjunto de manera que respondan a nuestras realidades lingüísticas y
culturales. El Convenio 169 garantiza también que los pueblos indígenas
participen en la formulación y la ejecución de programas de educación “con
miras a transferir progresivamente a dichos pueblos la responsabilidad de la
realización de esos programas”, es más, obliga a los gobiernos a reconocer el
derecho de los pueblos indígenas a crear sus propias instituciones educativas y
a facilitarles los recursos apropiados para lograrlo. ¿Qué sucedería si esto se
cumpliera a cabalidad?
Después
del control que ha ejercido el estado sobre el sistema educativo y los
contenidos escolares, resulta difícil imaginar una realidad en la que cada
comunidad indígena pueda crear sus propias instituciones educativas y sus
propios programas, una escuela en la que una comunidad indígena, por medio de
su asamblea, establezca directamente una relación laborar con los profesores y
produzca sus propios libros de texto, sus propios planes y programas, sus
propias metodologías de enseñanza. Pero esto no es del todo novedoso para el
contexto de la Sierra Norte de Oaxaca. En el siglo XIX, mi comunidad contó con
un modelo de educación municipal en el que la propia comunidad establecía las
condiciones para establecer una escuela y contrataba a un profesor para instruir
a la población infantil. Si bien esta situación no garantiza necesariamente que
se haya impartido una educación comunitaria que respetara las particularidades
culturales de mi comunidad abre la posibilidad a la imaginación: si ha sucedido
que la propia comunidad se ha hecho cargo de su escuela es posible crear
espacios educativos lo más pertinentes posibles para nuestros contextos.
En una
escuela comunitaria, sería posible combatir el bélico y violento discurso
mediante el cual, por medio de himnos y otros artificios, se inocula el
nacionalismo mexicano. Pero aún más, las comunidades podrían participar
activamente en el diseño de contenidos que se imparten, en las metodologías de
enseñanza y podrían contratar a sus profesores, lo que en muchos casos evitaría
tener a un profesor hablante de triqui dando clases en una comunidad
mixehablante como sucede en la actualidad. El personal académico establecería
entonces una relación laboral con la comunidad y no con el estado, respondería
a la comunidad, no a otros organismos.
Impulsar
un sistema de educación en el que cada comunidad pueda intervenir evita que sea
el estado el que determina, casi siempre desde las oficinas centrales, cómo
debería ser la educación de pueblos indígenas con los que rara vez entra en
contacto profundo. Sin bien las habilidades cognitivas que hay que potenciar y
desarrollar tienen bases comunes, es importante que una educación propia, una
educación nuestra, tome en cuenta los retos y las realidades, tan distintas
entre sí, de nuestras comunidades. El diálogo sobre el conocimiento de otras
realidades y culturas se establece desde un contexto local que, al valorar lo
propio, puede hacer contactos con culturas distintas de una manera más
igualitaria.
Imagino la
manera en la que mi comunidad cambiaría si pudiera incidir no solo en el
arreglo y el cuidado de las instalaciones escolares como sucede ahora mediante
los Comités de Padres de Familia, si no en el diseño de estas mismas
instalaciones que respeten la arquitectura local, en la producción de libros de
texto propios por medio de una imprenta comunitaria, en la regulación de la
contratación de profesores, en el desarrollo de metodologías que retomen las
mejores prácticas educativas del mundo desde realidades concretas.
La escuela
ha sido el caballo de Troya con el que han desplazado nuestras lenguas. La
escuela puede ser el invernadero donde broten de nuevo nuestras lenguas y
palabras. Esto se ha demostrado ya: el caso de la lengua hawaiana que, de estar
al borde de la extinción, se ha revitalizado en los últimos 50 años por medio
del establecimiento de un sistema educativo propio donde la lengua hawaiana no
solo era lengua objeto de estudio, sino la lengua que se convirtió en una
lengua de instrucción mediante la cual la población infantil aprehende el
conocimiento local y el conocimiento de las diferentes culturas del mundo.
Combatir la muerte de las lenguas supone necesariamente crear un sistema de
educativo propio, tomar las riendas de la educación en nuestras manos.
Más que una
educación indígena que pretenda desde el estado crear lineamientos para una
gran diversidad de culturas y realidades contrastantes entre sí que nombra como
indígenas, imaginemos una educación comunitaria, una educación en la que la
asamblea de mi comunidad pueda por fin, en coordinación con especialistas mixes
(que hay bastantes), dirigir sus propias políticas educativas, ejercer así su
autonomía, su autonomía educativa. No es necesario tener un solo sistema
educativo para todo el país, un solo plan, un solo diseño; de hecho, tener solo
un plan, una visión, una política educativa, es parte del problema. Esto que
imagino es legalmente posible, es más, el estado mexicano está obligado a
cumplirlo. ¿Qué es necesario hacer para que sea una realidad?