miércoles, 3 de marzo de 2010

Carlos Montemayor y las lenguas indígenas

La humanidad llegó al siglo XXI con un equipaje al que le faltan y le sobran muchas cosas. Pero en el baúl principal lleva su más grande hallazgo, la herramienta más valiosa de las que ha desarrollado: el lenguaje, la palabra, el poder de nombrar las cosas. Al abrirlo saltan a la luz millones de historias, poemas, cuentos y fábulas, mitos y leyendas, cantos y versos. Emergen en miles de lenguas que quieren contar su propia historia, su noción del universo, su particular manera de mirar la vida.

Entre sus múltiples pasiones, Carlos Montemayor tuvo la de las lenguas. Sabía griego, latín, francés, hebreo, portugués, italiano, inglés. Y fue uno de los escritores contemporáneos, como Miguel León Portilla y Carlos Lenkersdorf, que, lejos de una actitud paternalista, revaloró la literatura indígena como testimonio vivo de la riqueza y la memoria cultural de México.

Resistente a la castellanización durante la Colonia primero y después a procesos educativos homogéneos que buscaban formar una nación “unificada” por un solo idioma, la memoria de las comunidades indígenas conservó en la tradición oral no sólo su lengua, sino el sentido filosófico que se teje con todos los elementos de la vida cotidiana y espiritual de la colectividad. Y antes de recibir el apoyo oficial, escritores de diversas regiones emprendieron proyectos independientes que, a partir de los años ochenta, llevaron al florecimiento del arte literario indígena actual.

Montemayor trabajó con mayas de Yucatán y Campeche, tzotziles y tzeltales de Chiapas, poetas zapotecos del Istmo y mixes y chinantecos de la sierra de Oaxaca, con mixtecos en Guerrero y purépechas en Michoacán, con escritores de las Huastecas y de la Sierra Tarahumara, y eso le permitió aquilatar el fuerte sentido colectivo de los relatos, la poesía, el teatro o la canción, en la reafirmación lingüística y la memoria de las comunidades.